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21 abril 2010

PROCESIÓN DEL SILENCIO



1 de Abril, Jueves Santo, he quedado con mi familia para ver por primera vez la Procesión del Silencio. La plaza del Belluga está abarrotada de gente. Estoy sentada en una especie de grada y el frío azota mis piernas. Sólo tengo dos sentidos funcionando en mi cuerpo, mis oídos que perciben el sonido cada vez más cercano de los tristes tambores y mis ojos que están envueltos en una oscuridad profunda. A lo lejos se ven diminutos puntos de luz titileando al compás de los tambores. Los nazarenos desfilan balanceándose por mi frente. De pronto los nazarenos se detienen delante mía. Un conjunto de voces celestiales empiezan a cantar cuando por fin, se ve a Jesús a lo lejos. El nazareno que hay delante mía lleva un candil. La llama se agita, el viento la perfora, la aturde pero la llama persiste. Ellos siguen desfilando y Cristo se va acercando. Los flashes empiezan a deslumbrarme. Miro a la Catedral y por un momento entre la oscuridad, Cristo se refleja en ella. Esa imagen se congela durante un segundo en la plaza. Una lágrima culpable se desliza por mi mejilla mientras la plaza del Belluga llora. Cristo para en frente mía, me levanto y lo miro. Los surcos de su cara están hundidos y destrozados. Su cuerpo está maltratado por su dura cruz que no lo deja respirar. Rezo, se oye una campana y el paso se balancea hasta acabar desapareciendo en la oscuridad. De repente, las luces de la plaza se desperezan hasta encenderse.

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